Ya ha pasado, era un sueño. Me lo
repetí, una y otra vez como un mantra, mientras intentaba colocar la maraña de
sabanas que se había formado en mi cama, a causa de las vueltas que había dado durante
los segundos que habría durado mi pesadilla.
Eran las tres de la mañana y mi
habitación estaba sumida en una oscuridad absoluta, y dado, que el sueño me
había abandonado por completo, me senté en la cama ha recapacitar sobre mi
entrada en el año nuevo. No soy una persona asustadiza ni miedosa, pero si me
angustio con facilidad, y la entrevista que tenia al día siguiente me había
alterado.
No solía tener mucho tiempo para
reflexionar, o yo me aseguraba de no tenerlo, porque siempre me llevaba a una
espiral de autocompasión, por descubrir que no había conseguido nada de lo que
me había propuesto. Lo que, en un momento de mi dura carrera por madurar, me
hizo darme cuenta de lo poco que valoramos lo que tenemos siempre que haya algo
que deseemos y no hayamos conseguido todavía. Ese día, cobró sentido la frase
de que “uno se acostumbra pronto a lo bueno”, tan pronto que deja de parecerle
importante. Infinidad de veces he pensado en lo autodestructiva que soy, en que,
en vez de ser feliz con lo mucho que logro, me castigo por lo que no alcanzo.
Aunque es ese exceso de exigencia el que me ha llevado a poder afirmar con
ningún atisbo de duda, que soy feliz.
Para entender mi nuevo estado
anímico, me ha resultado fundamental diferenciar entre dos afirmaciones,
parecidas, comúnmente confundidas, pero muy diferentes… No es lo mismo decir:
Estoy feliz (Algo efímero y momentáneo) que Soy feliz (Una constante y característica).
A pesar de todo lo que me ha pasado, y al hacer, el típico pero no por ello menos
útil, balance de año vencido, he descubierto que por primera vez lo bueno gana
a lo malo. No solo es eso, sino que me aproximo con preocupante exactitud a la
que era yo en mi imaginación con 25 años, cuando era una niña. Por eso, estoy
en la envidiada posición de ser feliz. Obvio, no estoy feliz las veinticuatro
horas del día, los siete días de la semana, doce meses al año, pero en una visión
global, lo soy.
Estoy segura de que mi cerebro
sufre desequilibrios químicos, lo que me provoca vivir en una constante montaña
rusa de sensaciones contradictorias. Sin motivo ninguno puedo sentirme mal, vacía,
frustrada y desdichada; y al día siguiente sin acontecimiento que provoque una variación
importante, estar feliz, plena y rebosante de energía positiva. Por lo que,
para mí y gente como yo, es vital, cada cierto tiempo ver que es lo que
realmente necesitamos para ser felices. No me refiero a una lista literal, en
una hoja de papel. Pero sí, mentalmente, sin ser caprichosos, infantiles ni
irracionales, realizar un estudio de nosotros mismos y observar que necesitaríamos
para sentirnos satisfechos. Y premiarnos, como a niños pequeños cuando sacan
buenas notas o se comen todas las espinacas, cuando nos revelamos habiéndolo conseguido. Es posible, que eso nos lleve a
pedirnos cosas nuevas, y a ver que nunca llegamos a tenerlo todo, pero no es
malo. Es maravilloso que cada día nos levantemos con algo nuevo que ambicionar
y por lo que pelear.
Me volví a tumbar, deslicé las sábanas
lentamente por mi cuerpo disfrutando de cada fibra acariciándome hasta taparme
por completo y cerré los ojos. En mi mente se reprodujeron los motivos de mi
fortuna, mi casita, que aun siendo pequeña y sin grandes comodidades, era
perfecta; mi familia, que aunque disfuncional y desequilibrada, tenía momentos
muy buenos; unos amigos que, a pesar de estar en la sombra en ocasiones, siempre
sentía cerca y mi trabajo, que me mantenía, me satisfacía y, después de mañana,
podía tener la oportunidad en la mano de ser lo que siempre había fantaseado.
Tuve un nuevo mantra que repetir,
soy feliz, soy feliz, soy muy feliz. No volví a despertarme en toda la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario