¿Cuántas veces te tiene que pasar
esto, para que no dejes que te suceda? Me lo repetí, una y otra vez, mientras
miraba el techo de aquella habitación. ¿Cuántas de mis normas había sido capaz
de romper en una sola noche? ¿Y todo por qué? Pues, muy evidente. Porque, el
exceso de alcohol en sangre, hacía que
no controlara la incombustible sed de sexo que en ocasiones me asaltaba. Empecé
a enumerarlas.
Primera.- Dejarme llevar por la
terrible influencia de mis amigas y beberme los últimos cinco chupitos de
tequila. Soy perfectamente capaz de controlar mis impulsos serena, pero
borracha, es otra cosa. Y el problema es que cuando se me pasan los efectos,
pueden pasar dos cosas. Una, que mi subconsciente decida que es mejor borrar el
recuerdo y deje una gran agujero negro, o dos, que recuerde mi descontrolada
actitud y me abochorne tanto que desee que suceda la opción numero uno.
Segunda.- Una vez que he salido, sin
haberla liado, de la discoteca y he llegado a mi casa, continuar con el
estúpido juego del tonteo a través del móvil. Ese juego, que tanto me gusta, se
queda en sitios públicos y visibles, donde sé que no puede llegar a nada más.
Tercera.- Ir a su casa. A su cama. De
un coche se escapa con facilidad. En una casa, hay que dar explicaciones o
inventarte excusas y odio ambas opciones.
Cuarta.- Y la peor. Que el compañero
de jugueteo sea un amigo. Si, alguien al que tengo un cariño previo. Siempre
acarrea problemas. Esa norma, nunca y digo NUNCA, la rompo. Hasta hoy. A veces, me
encontraba en la situación de que por mi carácter coqueto y cariñoso, alguno se
confundiera e impulsado por un envalentonamiento momentáneo intentase algo más
conmigo. Y ellos agradecían más que yo, mi capacidad para ignorar esos sucesos
y continuar mi vida, nuestra vida, con plena normalidad. Como si nunca hubiese
ocurrido. Pero conmigo y mis errores, no solían tener tanta piedad.
Empecé a revolverme en la cama, motivada por
ese nudo que se te hace en el estomago cuando sabes que vas provocar una
situación incómoda. Vamos, tu puedes, tienes que salir de aquí y ya.
Me senté y palpe el suelo en busca de
mis bragas. Mierda, estaban mas lejos de lo que esperaba. En la otra punta de
la habitación. Vale, un respiro, mi vestido estaba más cerca. Me levante y lo
cogí. Note como sus ojos se clavaban en mí.
- ¿Dónde vas? - Su voz sonaba gutural, estaba prácticamente
dormido.
- A casa. Estoy cansada, necesito dormir. – Por favor,
que no me lo pida, que no me lo pida.
- Quédate a aquí. – Mierda.
- No duermo bien acompañada. – Continúe con mi
expedición para la búsqueda de mi ropa sin mirarle, me estaba imaginando su
cara.
- Roxanne, ya has dormido conmigo otras veces. –
Tiró de mi mano esperando que volviese a la cama, obviamente, no sucedió.
- Tú lo has dicho. He dormido pero nunca había
hecho lo que acabamos de hacer. – Ya casi estaba, a por los zapatos y podría
correr. Tenía razón, habíamos compartido la misma cama una decena de veces,
pero no pasar la noche con alguien con quien me he acostado. A no ser que haya
sido merecedor de que quiera repetir, pero nunca para dormir.
- Ahhh, ya veo. Contigo o se hace el amor o se
duerme. No sabía que fuesen incompatibles… - Notaba la desilusión en su voz.
¿Ves? Por esto no haces estas cosas con gente a la que aprecias, estúpida.
- Si, bueno…algo así. Lo siento. – Y salí
corriendo de allí como si acabase de sonar el pistoletazo de salida.
Una vez en el coche, terminé de
recomponerme. No pretendía que alguno de mis nuevos vecinos se cruzara con una
prostituta trasnochada. Que es exactamente como me sentía, ahora mismo. Es increíble.
Puedo tener sexo perverso y duro con un completo desconocido y llegar a mi casa tan tranquila, en cambio,
me acuesto con alguien dulce, cariñoso, que quiere cuidarme, y me siento sucia.
Soy una disléxica emocional. Sonará
raro, pero no se me ocurre un término más adecuado para mi discapacidad de
entender y reaccionar ante los sentimientos. No puedo asociar la ternura, con
mis peculiares gustos sexuales. No es que no me guste el sexo convencional,
pero, no me llena. Es la misma sensación que cuando pides por regalo de
cumpleaños a tu madre tus primeros zapatos de tacón. Tú te imaginas unos sexys
y altísimos tacones, y al abrirlo, solo son unas cuñas. No es que no te gusten,
solo que no es lo que querías. Y no me veo capaz de pedirle a alguien con que
me quiera, que me haga las cosas que me excitan. Parece ridículo, lo sé. Pero
la gente que me conoce, tiene una imagen de mí que me gusta. Delicada,
sensible, centrada y ligeramente picara. No una pervertida a la que le gusta que
le aten. Y uso la palabra pervertida no como algo despectivo, él me enseño a
tener la mente abierta. La gente que te quiere, es incapaz de entender, que te
gusta que te dañen (con ciertos límites).
En ese momento, mirándome al retrovisor
de mi coche, retrocedí un año. Al día, en que él me habló de la necesidad de
confianza, después de nuestro primer y revelador encuentro. Como me pidió que
dejara mis inhibiciones en la puerta y no tuviese miedo de pedirle cualquier
cosa, porque él lo haría conmigo. Con él aprendí a diferenciar el amor, del
sexo. El cariño, del deseo. Y, que solo me saciaba cuando me dejaba llevar sin
sentir culpabilidad ni vergüenza por mis necesidades. ¿Esto me condena a una vida de sexo sin amor,
o amor sin satisfacción? No. Solo necesito encontrar a la persona adecuada. A
alguien que sepa darme cariño en la vida cotidiana, y dejarlo a un lado cuando
empieza el juego. Y desde luego, esa persona no estaba entre mis amigos.